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Los últimos ermitaños de la Tramuntana

by en 16 marzo, 2011

Por Mayte Amorós

Contacto con los ermitaños:

Hno. Juan de San Honorato

pixopiu@gmail.com

La llegada a la ermita se adivina penitente. Una cuesta empinada, angosta y kilométrica regala al visitante toda una lección de vida: no es un camino fácil, tampoco el más corto; y aun así, o por eso, valió la pena recorrerlo. Una vez arriba, en la Santísima Trinitat de Valldemossa, el visitante asciende a los Cielos.

El sonido de los cencerros que pasea al rebaño por la Tramuntana devuelve al sitio un halo de cotidianidad. El pequeño huerto colindante con sus alimentos de temporada y un cuatro latas amarillo y destartalado dan pistas de vida humana. Es aquí donde viven, recluidos, los últimos ermitaños de Mallorca.

Sólo quedan cinco. O como ellos recalcan «todavía quedan cinco», a pesar de que no es buena época para las vocaciones. La época dorada del anacorismo de Mallorca toca su fin y con ella la de la Congregació de Sant Pau i Sant Antoni, tras más de 350 años de tradición en la isla.

El coche se usa solo para emergencias.

Desde hace más de tres décadas nadie se ha abandonado a la soledad de la oración y los miembros de la congregación han ido cerrando el ciclo vital. Cumpliendo canas y sumando achaques asumen con resignación la prueba del tiempo. «Conservamos el fervor como si empezásemos hoy y confiamos en Cristo», asegura el hermano Gabriel. El más joven de ellos cree que «la crisis podría enriquecer los espíritus excesivamente preocupados por los bienes materialistas» y confía en que el día menos pensado florezca de nuevo el eremitismo en la Isla.

Sin embargo, este mes se cumple un año de la muerte del hermano Bernat, que vivía en la ermita de Betlem, en Artà. Su pérdida provocó la reunificación de los miembros de la congregación de las ermitas de Artà y Valldemossa, ya que canónicamente se estipula un mínimo de tres miembros para vivir en comunidad. Ahora han vuelto todos a la cuna que les vio nacer: la Santísima Trinitat de Valldemossa. Desde septiembre nadie ha llamado a sus puertas. Siguen cinco. Nadie más a la vista.

No es la primera vez que sucede. Hace 20 años, los tres últimos moradores del santuario de Bonany, Antoni, Jeroni y Bernat, se trasladaron a las ermitas de Valldemossa y Artà alegando la falta de vocaciones y con la decisión de practicar el eremitismo en su sentido más puro.

‘No entendemos por qué tenemos que ser noticia’

Al parecer, a partir de la segunda mitad del siglo XX el turismo en las ermitas emergió de tal manera que en ellas se disponía de habitaciones al servicio del peregrino. «Se masificó y quitó la soledad a los ermitaños», explica el párroco de Muro y cronista de la Diócesis, Pere Fiol. Se vieron obligados a recuperar el espíritu religioso. Desde entonces aún es más difícil verlos.

La proverbial discreción del anacoreta resiste a los tiempos del Facebook. Vive su vida en estricto recogimiento y su concepto de vida es ora et labora. No es fácil contactar con él. Telefónicamente, no da opción a nada más que una presentación formal antes de colgar. Ni la mejor de las plegarias romperá la mejor de sus defensas: el silencio. «No entendemos por qué tenemos que ser noticia» [piii-pii-piii]. Así que no queda más opción que demostrarles en persona que sí merecen unos renglones.

El oratorio está cerrado y en el mirador una pareja de guiris saca fotos del paisaje. Hay una única puerta abierta. Tras pasar el umbral un letrero advierte de lo que aguardan esas cuatro paredes: «Los fundamentos de la vida eremítica son la penitencia y la oración; su adorno, el silencio; su guarda, el retiro; y su propio fin, la unión con Dios».

«Entendemos el interés humano que se ha generado en torno a nosotros pero preferimos no alterar nuestra rutina«, explica con la boca pequeña un simpático anacoreta con túnica marrón y mandil oscuro que sale al sonido del timbre.

Algunas normas se han quedado obsoletas

Ahí está, tras el cristal, el hombre más anónimo de la isla. La vestimenta es la típica de un día laboral. A primera vista uno se da cuenta de que las ideas preconcebidas nunca estuvieron tan alejadas de la realidad. Nada de capuchas, ni sandalias. Y aclara que tampoco llevan cilicio.

¿Cómo decide uno ser eremita?, es la pregunta. «Eso no se decide, Dios te llama y vas». Quien habla de puntillas es el hermano Gabriel y explica que todos los días son iguales allí arriba. Se levantan a las seis «cuando uno de los hermanos se encarga de despertar al resto» e inician 18 horas exclusivas a la oración «litúrgica, mental y vocal», alternada con los quehaceres domésticos y el trabajo en el huerto. «Nos autoabastecemos con nuestros productos de la tierra», apostilla.

La comida para ellos siempre es frugal. Apenas prueban la carne y no beben alcohol. Antiguamente estaban obligados a cumplir ocho meses de ayuno, pero algunas normas han quedado obsoletas.

Los tiempos cambian también para la vida cenobítica. Han sucumbido a las tijeras del barbero. Y, a pesar de que todos ellos lucen barba, ahora pueden cortarse el cabello según sus necesidades. Anteriormente, las normas recogidas por el cartujo P. Montserrat Geli estipulaban sólo tres fechas concretas para ello: en la Natividad del Señor, en Pascua de Resurrección y en la Asunción de Nuestra Señora.

También la salud se ha impuesto sobre la creencia de que «la enfermedad Dios la envía y Dios la quita cuando conviene». Ahora acuden al médico. A Mauro, «el más viejo» con 83 años, le ha prescrito ejercicio, por eso no es extraño encontrarlo por las tardes paseando su larga barba blanca a paso fatigado. «Me lo ha aconsejado el doctor», se explica aprovechando un reconfortante descanso para tomar aire. Y de nuevo sus zapatos toman cuerpo y a rastras se aleja como una figura del belén. De ésas que ya no se colocan en las casas, porque la tradición también ha sido cruel con ellos y los ha olvidado.

En los manteles también comulgan juntos. «La comida es uno de los momentos que se vive en comunidad», no como antaño, asiente el hermano Gabriel, desesperado porque ya ha soltado más información de la que, al parecer, su hábito le dicta. Pero amable continúa acercando al mundo terrenal su cotidianidad celestial.

«A veces salimos con el coche si es necesario para las urgencias; nada más», sonríe con sus dos mofletes en ebullición mientras obsequia con dos estampitas: una de San Antonio Abad visitando a San Pablo, patrón de los ermitaños de Mallorca; y otra de Juan de la Concepción Mir, fundador de la congregación de Ermitaños de Sant Pau i Sant Antoni en 1624.

Y de su celda, ni palabra. Es su templo. Cada uno tiene la suya propia y en ella todo representa pobreza, mortificación y devoción, sin curiosidades; sólo con lo necesario para la salud. Obviamente, nunca nadie las ha visto. Tampoco les llegó el turno a las nuevas tecnologías. «¿Feishhhbuuu? [por facebook] no sabemos nada de eso». Todo llegará.

Toque de corneta para el hermano Gabriel. Debe quedarse a solas con Dios. Todavía le queda por delante una jornada de lectura comunitaria, Ángelus, meditación, rosario y acto de contricción. Tras la cena volverá a su celda. Y rezará para que alguna joven vocación llame a su puerta.

Artículo extraído de El Mundo.es

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One Comment
  1. BENDICIONES A TODOS!!!

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